Dom. Sep 28th, 2025
El estrés no siempre grita. A veces se sienta en silencio junto a nosotros, apenas perceptible, como ese murmullo que nunca calla. Se cuela en la taza de café que se enfría mientras la mente repasa pendientes, se esconde en el nudo de la garganta antes de contestar un correo, se refleja en los hombros tensos que olvidan cómo es descansar. Te comparto algunas ideas desde frases que he escuchado en el consultorio:

«Siento que traigo una mochila invisible y que cada día alguien le mete más cosas…»

A veces lo tratamos como a un viejo conocido. A veces lo nombramos con naturalidad, otras veces lo negamos, como si al hacerlo pudiera desaparecer. Pero está ahí como una sombra bajo la piel que nos recuerda que estamos vivos, que algo nos importa, que seguimos intentando.

«Me despierto cansado, como si ni dormir sirviera de nada.»

Hubo un día en que lo sentí distinto. No fue un gran evento, ni un problema monumental. Fue el cúmulo de pequeñas cosas: la prisa por llegar, la sensación de que el reloj me ganaba, el cuerpo pidiendo pausa mientras la mente insistía en continuar. Ahí, en ese instante, me descubrí preguntándome: ¿hasta qué punto somos dueños de lo que nos pasa dentro?

«Cuando estoy bajo presión, rindo mejor… pero después me quedo vacío, como si me hubieran exprimido.»

El estrés, lo entendí después, no es solo ese enemigo que roba el aire. También puede ser un motor. Nos empuja, nos alerta, nos da esa chispa para salir de la cama incluso cuando el cansancio pesa más que la voluntad. Es un aliado incómodo: si lo ignoramos, nos consume; si lo escuchamos, puede mostrarnos el camino para reajustar el paso.

«A veces siento que mi cabeza no se apaga, ni siquiera cuando intento distraerme.»

Cada persona lo lleva distinto. Para alguien se esconde en la espalda, en un dolor que se hace costumbre. Para otro, aparece en pensamientos circulares que no dejan dormir. Y hay quienes lo camuflan detrás de una sonrisa automática, mientras por dentro la tormenta aprieta. Lo cierto es que todos, en algún punto, hemos sentido su abrazo demasiado fuerte.

«Me doy cuenta de que estoy estresado cuando le grito a los que quiero por cosas pequeñas.»

Yo he aprendido a reconocerlo cuando mis manos buscan el celular sin sentido, cuando las frases se me quedan cortas, cuando el cuerpo olvida respirar profundo. Es en ese momento cuando decido detenerme. No siempre lo logro, pero cada intento cuenta.

«Me da miedo parar, siento que si me detengo todo se me va a venir encima.»

A veces basta con escribir un par de líneas en un papel, como si soltar las palabras también soltara la presión del pecho. O con cerrar los ojos y dejar que el aire entre despacio, recordándome que todavía estoy aquí. O con caminar un poco, aunque sea alrededor de la misma habitación, para que el cuerpo me devuelva a la tierra.

«Lo que me mata no es lo que pasa afuera, es lo que me digo por dentro.»

El estrés no se va. Pero puede transformarse. Puede enseñarnos a escucharnos mejor, a poner límites, a reconocer lo que realmente importa. Quizá se trata de aprender a convivir con él, no como un verdugo, sino como un visitante que nos recuerda que necesitamos cuidar nuestro propio espacio.


Hoy pienso que ese huésped bajo la piel no es solo una carga: es también un mensaje. Me invita a mirar dónde estoy, hacia dónde corro, y qué tanto me estoy olvidando de mí en el camino.


Y aunque no tenga recetas perfectas, sé que detenerme, respirar, escribir y hablar de ello abre una ventana. Una rendija por donde entra la luz, aun cuando el día parezca demasiado pesado. 

Porque el estrés no solo vive en la mente: lo guardamos en músculos, en posturas, en la forma en que contenemos la respiración sin darnos cuenta. Nos invita a reconciliarnos con ese cuerpo que llevamos todos los días y que, muchas veces, es el primero en gritarnos lo que no queremos escuchar. Te comparto algunos tips para acompañarlo:

  • Respirar con conciencia. No como acto automático, sino como recordatorio de vida. Un minuto de inhalar profundo, sostener suavemente y exhalar lento puede cambiar la intensidad de un día entero. El aire, al entrar, abre espacio; al salir, libera.
  • Mover lo que está rígido. Un estiramiento suave de cuello, hombros y espalda es a veces más eficaz que cualquier discurso mental. El cuerpo guarda tensiones antiguas, y liberarlas abre también un respiro emocional.
  • Enraizarse en los pies. Sentir el peso en las plantas, apoyarse firme contra el suelo, incluso descalzo. Esa conexión sencilla devuelve la sensación de sostén cuando todo parece desbordar.
  • Escanear el cuerpo. Cerrar los ojos e ir notando: “¿cómo están mis manos, mi mandíbula, mi pecho?”. El simple hecho de mirar hacia dentro sin juicio ya es una forma de cuidado.
  • Dar espacio al gesto espontáneo. Bostezar, suspirar, sacudir los brazos, incluso tararear: movimientos simples que abren compuertas al cuerpo para drenar lo acumulado.

El cuerpo no miente. Nos recuerda que lo que la mente calla, él lo dice en tensión, dolor o cansancio. Escucharlo es también escuchar la vida que pulsa en nosotros.

Y ahí, en ese diálogo íntimo, el estrés deja de ser un enemigo invisible y se convierte en un mensajero. Nos invita a volver, una y otra vez, al lugar más cercano y a la vez más olvidado: nosotros mismos.

¿Y tú?
Cuando el estrés se sienta a tu lado, ¿qué haces para que no se quede a vivir contigo? 

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