Escribo esto desde la primera persona sabiendo que nos ha tocado sobrevivir a situaciones de violencia machista en diversas etapas de nuestra vida que han sido similares, idénticas quizá, pero con otros rostros y nombres.
Podemos hermanarnos y trascender la empatía, sentir en la piel y el alma el sufrimiento que siente otra mujer cuando dice “a mi me pasó”. Reconocemos esa mirada insondable y triste, rabiosa e indignada, que recuerda con profunda indignación y absoluto dolor, una herida infringida desde un país, un mundo, que parece organizado globalmente para que las mujeres tengamos desde muy temprana edad que a vivir con el peso del acecho.
Como si fuéramos animales que se cazan, fuimos desarrollando formas de escondernos, de querer ser invisibles, cautas, silenciosas y poco llamativas. Se nos ha obligado a existir al margen de las libertades que tienen algunos hombres para hacer con nuestros cuerpos y pensamientos lo que les plazca. Hemos sido objetos de algunos que quisieron apropiarse de cada rincón de nuestra libertad, golpeándola, insultándola, amenazándola, asesinándola.
Somos quienes fueron abusadas por un tío o un primo, obligándonos al secreto familiar de no gritarlo, de olvidarlo, de “perdonarlo”, hacer como que nada sucedió, somos quienes fuimos seducidas por un profesor cuyas palabras nos hicieron creernos que éramos especiales, únicas, hombres en su plena madurez relacionándose con jovencitas, somos las que fuimos tocadas por hombres mayores cuya caricia en la pierna, o una nalgadita o un beso robado no los hacía delincuentes, somos las niñas que tuvieron que sobrevivir la violación de un abuelo, de un padre, del esposo de la tía.
Somos las adolescentes que caminaban de regreso a casa con su uniforme escolar teniendo que escuchar chiflidos y obscenidades. Somos quienes se movilizaron con el terror de ser violentadas en el transporte público.






Hemos sido esa trabajadora explotada, humillada y obligada a “hacer de más” a “ponerse la camiseta”, hemos sido la profesionista acosada o despedida por no quedar bien con el jefe o denunciarlo, hemos sido la trabajadora doméstica tocada a la fuerza por el “señor” con la obligación de ignorarlo, hemos sido quienes recibieron hostigamiento por terminar una relación, hemos sido golpeadas y amenazadas por celos, hemos sido expuestas en nuestra intimidad, exhibiendo nuestros cuerpos sin consentimiento, hemos sido quienes fueron drogadas para ser vulnerables e indefensas. Hemos sido quienes se quedaron sin voz.
Hemos sido Ingrid, Gisele, Marisela, Martina, Liliana, Debanhi, Esmeralda, Rosa Isela, Valeria, Aby y Mariana.
Hemos sido tantas, cada herida la reconocemos en lo profundo del corazón.
Por eso cada 8 de marzo nos acompañamos, nos abrazamos, lloramos juntas, gritamos juntas, nos cuidamos, caminamos juntas, nos entregamos a la lucha; porque también hemos sido las que nos enviamos un mensaje para saber que llegamos bien a casa, quienes seguimos la ubicación en tiempo real de nuestras hermanas, quienes hemos ido a sacar a nuestras amigas del lugar donde sufre violencia. Hemos sido quienes escuchan, denuncian, pegan carteles, incendian redes. Somos las que no dejaremos que sigan arruinándole la vida a una niña, las que desean ver felices a las adolescentes, las que no quieren seguir llorando una vida arrebatada. Somos las que nos queremos vivas.

Daniela Esquivel: Directora de escena, promotora de lectura, profesora y colaboradora de medios digitales. Exploradora gastronómica y lectora incansable. Nómada entre la Gran Tenochtitlan y la Tierra del Faisán y del Venado.
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