De la Resistencia a la Apreciación: Cómo redescubrimos nuestro amor por mamá y papá con el tiempo
El Sol penetrándome la piel, llegando incluso a provocarme ardor y picazón hasta desbordarse de mi cuerpo en forma de sudor y malhumor.
Así es como recuerdo las caminatas que me parecían innecesarias e insoportables en el Centro Histórico de Mérida cuando mi mamá nos decía a mi hermana y a mí “vamos a chacharear”.
Y es que, aunque sabía que me convenía ir porque me compraría alguna cosa, mis energías parecían agotarse mucho antes que las ganas de mi hermana por comprar, entonces todo se convertía en un martirio caluroso para mí.
Recuerdo caminar y caminar las calles (inagotables a mi percepción) del centro, sintiendo que no podía más, pues no solamente me parecía insoportable el calor, también lo era chocar con la gente por las escarpas abarrotadas de personas con prisa.
No sé si en aquel momento me dolían los pies o alguna otra parte del cuerpo, pero sí que el calor me causaba una repulsión tremenda y no era lo suficientemente mayor para poder decir “me quedo aquí un rato, luego las alcanzo o me avisan cuando nos vayamos”.
Recuerdo también que no lograba distinguir con claridad qué era lo que sentía y al no ponerle nombre y menos aún conseguir expresarlo, se hacía más y más grande hasta convertirse en un odio irracional a estar ahí.
En más de una ocasión esas idas al centro que, seguramente para mi mamá eran un momento especial por comprarnos ropa, juguetes u otra cosa según nuestra edad y la temporada, acabaron en discusiones o regaños por mi actitud.
Pues, claro, todo eso que yo sentía, se me desbordaba hasta terminar en lo que desde afuera podría llamarse berrinche con frases como “yaaa vááámonooos”. Y aclaro que yo no le llamaría berrinche, porque creo que no se trataba de eso, no de algo sin fundamento o sin sentido; pero sí de que me faltaban herramientas emocionales para decir lo que me ocurría o hacer algo al respecto.
No soporto el calor, las compras nunca han sido mi pasión, los amontonamientos me parecen un sobre estímulo que me abruma… Y todo esto, lo pongo en presente, aunque lo narro por lo que me ocurría en esa parte de mi historia, porque permanece en mi persona.
Con una enorme diferencia. El tiempo pasó y obtuve las herramientas emocionales para afrontar esas situaciones o para decidir cuándo llegó el momento de retirarme de ellas.
Esta semana, el martes —si la memoria no me traiciona— recibí un mensaje de mi mamá con el entonces temido mensaje “¿cuándo vamos a chacharear al centro? ¿Puedes el viernes o el sábado?”.
Recuerdo que para mi hermana esas palabras siempre conllevaron emoción, pero para mí siempre fueron una combinación de “no, por favor” con felicidad. Esta vez fue diferente. Fue diferente por el valor que el tiempo les otorga a nuestras vivencias.
Para mí, ir ya no significaba que sería incapaz de expresar cuando ya no pudiera más, ya no representó que tendría que seguir con un camino que ya no quería recorrer; sino que fue un “pasaré un rato con mamá”.
Cuando crecemos, comenzamos a valorar muchas cosas que antes nos parecían insignificantes y muchas otras que hasta nos parecían insoportables. A veces esas cosas son tan sencillas como escuchar a nuestra madre diciendo “llévate un suéter por si hace frío”. A veces situaciones mucho más grandes.
Lo que cambia, en muchos casos, no es lo que ocurre, sino cómo lo percibimos. Hoy en la mañana, recibí la llamada de mi mamá preguntándome si ya estaba yendo al centro, mi respuesta fue afirmativa y le pregunté si ella ya iba… Me respondió que iba con mi papá y entonces me emocioné, hasta les dije “sí, tendré día de hija única”.
En mi casa somos tres, dos mujeres y un varón, me encanta haber crecido acompañada de esta forma. Pero es justamente eso lo que hace tan especial cuando llega un día a solas con mamá y papá.
En fin, que, el punto es este: con el paso de los años, aprendemos a darle importancia al tiempo que pasamos con nuestra gente.
Hoy la temperatura estaba a 37 grados y la sensación térmica fue espantosamente de 45 grados. Cuando caminamos en el centro no hubo menos gente que de costumbre y el trayecto no fue demasiado corto, estuvimos ahí aproximadamente dos horas caminando, pero lo disfruté tanto que pude hacer todas estas reflexiones.
Me dio muchísimo calor y esta vez no solamente me cansé de caminar, además me dolía la rodilla; pero no hubo ‘berrinches’ y tampoco una inagotable fuente de emociones que no supiera gestionar.
Las diferencias son claras para mí: hoy cuando sentí que mi energía (emocional y física) para continuar se había terminado, me despedí de mamá y papá y me fui; además, a mis 27 años soy muchísimo más consciente de lo valioso que es pasar tiempo a su lado.
Alcanzamos a comprender con el tiempo que lo más ordinario es especial. Es especial cuando estamos con las personas que más nos aman.