El dicho “Me dieron gato por liebre” lo conocemos desde tiempos remotos. Uno de los preferidos de mi abuelo, que cada vez que deseaba exorcizar sus decepciones, lo utilizaba.
Sin la compañía del encuentro, mi desilusión y desconcierto hubieran sido casi totales.
Propuesto por una de las amigas que decidimos comer juntas, nos enfilamos a Il rustico, ubicado en Buyán Apartments; sonaba a una acogedora idea para refugiarnos del fuerte viento que ese día soplaba en la ciudad.
Mis amigas decidieron compartir una pizza para dejar espacio para el postre, yo pedí un Tonno alla brace (filete de atún a las brasas o a la plancha acompañado de alguna guarnición), para beber solicitamos el vino de la casa, de gustos distintos, dos de nosotras quisimos el blanco y una de ellas el tinto.
La pizza al posarse sobre nuestra rústica mesa no emanaba los clásicos y distintivos aromas de una pizza única, de esas que te hacen desear mudarte a Nápoles al día siguiente. Al principio pensé que mi falta de entusiasmo glotón se debía a mi nariz aún sensible por la picadura de un insecto (¡vaya imprudente!) pero no… “quizá ya logro controlar mis impulsos ávidos de harina de trigo y magias cargadas de gluten”, pensé…pero tampoco…pude comprobar que la pizza no era suficientemente encantadora al primer voraz bocado que mis acompañantes dieron a su rebanada y el reflejo de desencanto en sus rostros.
No quise ser aguafiestas y me guardé mis preguntas y comentarios. Mejor esperé mi plato fuerte, mientras me encandilaba con la charla y el vino.
Al llegar mi platillo hinqué gustosa y hambrienta mi tenedor. Avancé a galope lento sin novedad en el frente. Ni fú, ni fá. No era terrible, pero sin duda alguna, memorable no era.
Como ya superé mi etapa ácida (gastronómicamente hablando) ya no le pongo limón a todo. Y sin duda es una luz amarilla cuando echo mano del cítrico para realzar algún sabor.
Como no me sentía tremendamente alegre con mi decisión no pedí otra copa de vino, y hacia el final de mi narración, podrán comprender que la providencia hizo lo suyo y qué bueno que eso no sucedió. El vino no era en lo absoluto malo, pero al no contar tampoco con algún postre óptimo para maridar y que además fuera libre de gluten, decidí no solicitarlo.
Lamentablemente nunca pudimos ver la carta de vinos porque solamente la tenían en versión digital y ninguna de las tres contaba con batería, así que solamente solicitamos a “ojo de buen cubero” el vino de la casa. Supongo que era italiano. Pero tampoco podría recordar el nombre debido a que entre el ruido del negocio, el fuerte viento y que el cubre boca no ayudaba al mesero, jamás nos enteramos qué bebimos.
Otro desafortunado momento fue cuando le solicitamos un vaso de agua al empleado y nos ofreció una botella de agua. ¿O sea cómo? ¿Es en serio? Esas prácticas “rudimentarias” y excesivamente capitalistas de querer vender una botella de agua, cuando se solicita un vaso de agua, son no solamente desalentadoras, es una flamante grosería para el cliente que ya hizo un consumo y además es ilegal en algunos estados, como en la Ciudad de México que lo señala en artículo 28 de la Ley de Establecimientos Mercantiles de Ciudad de México, Sin embargo en Yucatán, no hay normatividad que aún lo exija.
En fin…
Que la puñalada final a estas arlequinas caza sabores llegó con la cuenta.
Pedimos el vino de la casa y ya mejor nos hubieran dejado la botella. Me pareció excesivo pagar 160 pesos por copa. El lugar no lo justificaba.
Nunca me ha pesado pagar una cuenta cuando es justa, cuando todo conspira para una experiencia placentera, espacio, sabor, atención, calidad etcétera, pero cuando esta sumatoria no sucede, sí me constipo.
Así que todo fue sumando para que la visita en su evaluación final fuera: Nos dieron gato por libre…y miren que yo soy la señora de los gatos.
Comensal más chévere, no volverán a encontrar.
Ciao Il rustico.
Escribes muy lindo: ritmo, alegría, imágenes. Lo celebro. Un abrazo.