En los hogares de miles de hogares yucatecos, la voz que más se escucha no proviene de un discurso político ni de una promesa electoral, sino del eco de una transferencia bancaria: las remesas. Estas remesas —el fruto del esfuerzo silencioso de los migrantes yucatecos en Estados Unidos— han sostenido por décadas a comunidades enteras, financiado la educación de los hijos, la atención médica de los padres, y levantado viviendas que las políticas públicas nunca construyeron.
Según datos del Banco de México, en 2024 Yucatán recibió más de 350 millones de dólares en remesas, una cifra modesta en comparación con estados como Michoacán o Jalisco, pero vital para una economía regional aún marcada por la desigualdad y las oportunidades limitadas. En muchos municipios del interior del estado, las remesas no son solo un complemento: son la fuente principal de ingresos.
Quien manda dinero desde el norte no es, como algunos discursos oficiales quisieran hacer ver, un evasor fiscal o un sospechoso. Es un yucateco o yucateca que trabaja largas jornadas en los campos de California, en la construcción de Texas o en los restaurantes de Chicago. En muchos casos, migraron sin documentos, empujados por la falta de oportunidades, el rezago social y la marginación de sus comunidades de origen.
Frente a este contexto, la propuesta de imponer un impuesto a las remesas enviada desde EE.UU. —aunque se ha planteado principalmente desde ciertos sectores de la política estadounidense como un castigo al migrante indocumentado— tendría consecuencias devastadoras para Yucatán. No solo reduciría el flujo de dinero que llega a las familias, sino que incentivaría la informalidad financiera: uso de intermediarios, envíos en efectivo o mecanismos no regulados. Las víctimas serían los más vulnerables: los padres de edad avanzada, los hijos que dependen de ese dinero para estudiar, las comunidades que sobreviven gracias a él.
El otro flanco, más preocupante aún, es la posible criminalización de quienes envían las remesas. Si estos migrantes yucatecos son reportados ante autoridades migratorias o hacendarias como evasores, traficantes o delincuentes por el simple hecho de enviar dinero, el Estado mexicano tendría la obligación ética y constitucional de actuar. No se puede guardar silencio cuando quienes sostienen parte del desarrollo nacional son tratados como criminales. El Gobierno de Yucatán, por su parte, tendría que implementar una política clara de protección consular, asesoría legal gratuita y acompañamiento jurídico para los migrantes que sean reportados o perseguidos por enviar dinero a sus familias.
Además, se necesita una estrategia de largo aliento: un registro estatal de migrantes yucatecos en EE.UU., programas de educación financiera para sus familias, y sobre todo, mecanismos de inversión productiva de las remesas, de forma que el dinero enviado no solo cubra necesidades inmediatas, sino que se traduzca en desarrollo económico local, creación de empleos y mejores condiciones para que migrar no sea la única opción.
Gravar las remesas es gravar la esperanza. Es castigar la solidaridad, penalizar la responsabilidad familiar y debilitar el lazo más fuerte que muchos yucatecos mantienen con su tierra. Si el gobierno federal o los gobiernos estatales no entienden esto, no solo perderán millones de dólares en divisas: perderán también el vínculo con una parte esencial de su identidad y de su pueblo.
Porque al final, detrás de cada dólar enviado, hay una historia de sacrificio. Y detrás de cada historia, hay un Yucatán que resiste gracias a sus migrantes.
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