Vie. May 9th, 2025

Cambiemos (a mejor) nuestra relación con la naturaleza para frenar la crisis ambiental

Estamos ante una crisis planetaria con múltiples dimensiones entrelazadas: ecológica, social, política, económica, de cuidados… y de sentido. Según la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), la degradación de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad no se resuelven solo con medidas proteccionistas o regulaciones ambientales.

Lo que realmente se necesita es una transformación social profunda y la creación de un nuevo imaginario cultural que redefina la manera en que percibimos y nos relacionamos con la naturaleza.

¿Por qué es una necesidad? ¿Qué problema hay en cómo imaginamos la naturaleza? ¿Es posible que un imaginario nos lleve al desastre ecológico? Y si es así, ¿cómo podemos cambiarlo?

La separación de la naturaleza

Uno de los mitos fundacionales que sustentan nuestra visión moderna del mundo es la idea de que los seres humanos están separados del resto de la naturaleza. Esta concepción encuentra sus raíces en relatos religiosos y filosóficos que han influido en la historia del pensamiento occidental. Según la interpretación del escritor italiano Roberto Calasso sobre la Biblia, la humanidad surge como una creación aparte del resto de los seres vivos.

A diferencia de los animales y las plantas, el ser humano es moldeado a imagen divina y recibe el privilegio de nombrar a todas las criaturas. Este acto de nombramiento no es un detalle menor: establece la relación entre el lenguaje y el dominio sobre el entorno, reforzando la idea de superioridad humana sobre el mundo natural.

Además, según la Biblia, Yahvé Elohim crea el Edén y coloca a la humanidad dentro de él “para cuidarlo y cultivarlo”. En principio, este acto no implicaba una explotación, sino una forma de protección y continuidad de la obra del primer jardinero. Sin embargo, la expulsión del Paraíso por comer del árbol del conocimiento marca una ruptura definitiva con la naturaleza. Esta separación se refuerza posteriormente con la prohibición de la idolatría.

Calasso señala que el mandamiento de cortar el vínculo con las imágenes implicaba cortar la conexión con los dioses de la naturaleza y con el cosmos, ya que los dioses estaban entrelazados con la totalidad de las formas del universo.

“Yahvé había creado, pieza a pieza, la naturaleza solo para que un día alguien se separara de ella. Pero era un proceso que volvía a empezar cada día, sin fin.”

El paraíso perdido se sitúa, pues, en un tiempo mitológico: la separación de la naturaleza tuvo lugar en un tiempo originario, en un pasado inalcanzable que, a la vez, está sucediendo a cada instante. Con el tiempo, esta escisión se convierte en la base de un imaginario que concibe la naturaleza como un recurso externo a la humanidad, algo que se puede dominar, explotar o modificar según las necesidades del progreso.

El imaginario moderno

El historiador David Lowenthal analiza el imaginario moderno y sus raíces en la Ilustración y la Revolución francesa. Estas corrientes filosóficas establecieron la idea de la perfectibilidad humana y la mejora de la naturaleza mediante el trabajo y la innovación tecnológica. La modernidad, en este sentido, no solo propone un avance constante sino que sitúa a la humanidad en una trayectoria ascendente dentro de la flecha del tiempo: desde un estado natural, primitivo, hacia niveles más altos de civilización y de progreso que traerán mayor bienestar y riqueza para todos.

Aunque la Ilustración y el pensamiento científico desplazaron el mito de la creación divina y lo sustituyeron por las teorías de la evolución y el ideal de progreso, persistió la creencia en una singularidad humana y una añoranza por el paraíso perdido en nuestra infancia como especie.

El imaginario moderno se afianza en el siglo XIX y nos sitúa en una encrucijada entre la tradición y lo nuevo, entre la naturaleza y la civilización, mientras la flecha del tiempo nos ofrece una promesa a futuro. Estos son los límites de nuestro horizonte cultural.

Actualmente, y a pesar de la crisis ecológica y la incertidumbre del futuro, seguimos atrapados en esta lógica. Aún concebimos el progreso como un proceso inevitable, de tal manera que, incluso en estos tiempos convulsos, creemos que estamos a punto de alcanzar una nueva etapa evolutiva en la cual seremos cíborgs o transhumanos, siendo capaces además de moldear la naturaleza a nuestro antojo.

Mientras el mito del progreso ha sido cuestionado, muchas narrativas contemporáneas siguen operando dentro de la estructura conceptual moderna. Incluso los esfuerzos por reconectar con la naturaleza o preservar ecosistemas se enmarcan dentro de un ideal de naturaleza prístina, separada del ser humano.

Representaciones mediáticas de evolución y progreso

El cine y los medios de comunicación han contribuido a reforzar este imaginario, utilizando narrativas que reproducen la dicotomía entre la civilización y la naturaleza. Un ejemplo es Nanook, el esquimal, documental etnográfico de Robert Flaherty (1922) sobre la vida inuit en el Ártico. Filmado a principios del siglo XX, muestra la lucha por la supervivencia de una familia inuit, en contraste con la vida moderna representada por un comerciante occidental.

La imagen de este encuentro entre dos mundos refuerza la noción de que la civilización moderna sustituye inevitablemente al mundo ancestral, generando una emoción ambivalente: la nostalgia por una vida natural y la certeza de que este estilo de vida está condenado a desaparecer en aras de un brillante, aunque desconocido, porvenir.

Otro ejemplo más reciente es Avatar, en la que James Cameron traslada a un mundo de ficción las actuales luchas de los pueblos originarios por reclamar y defender sus territorios, cuestionando la avidez del sistema capitalista y el colonialismo extractivista, e invirtiendo los valores morales del imaginario moderno. La película presenta a los na’vi, una especie parahumana profundamente conectada con su entorno natural, enfrentándose a colonizadores humanos que llegan para explotar sus recursos.

En este caso, la tecnología no es un signo de civilización sino de destrucción. A diferencia de Nanook, en Avatar, la verdadera sabiduría no está asociada al progreso civilizatorio sino a la capacidad de vivir en armonía con la naturaleza. Pero para ello, hay que dejar de ser humanos e hibridarse con esa nueva especie.

Nuevas visiones de la naturaleza

A pesar de la crisis climática, el imaginario moderno sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza sigue resistiendo. Ni los desastres ecológicos, ni la creciente desigualdad económica han logrado desestabilizar por completo esta narrativa. Incluso los intentos de transformar la visión de la naturaleza, como la propuesta de la filósofa estadounidense Donna Haraway sobre el parentesco interespecies o las teorías de la posnaturaleza, no han conseguido aún desbaratarlo. El problema es cómo la flecha del tiempo ordena el mundo.

El antropólogo francés Bruno Latour propone una alternativa para poder imaginar la naturaleza de otra manera: debemos “salir de la trampa tendida por la flecha del tiempo” de la modernidad. Esto significa modificar la estructura temporal que nos obliga a elegir entre el pasado (lo natural, lo local) y el futuro (el avance tecnocientífico, lo global).

En lugar de seguir la trayectoria impuesta por el progreso lineal, Latour sugiere orientar nuestra mirada hacia lo terrestre, como una forma de reconectar con el mundo sin depender de la estructura narrativa heredada. Esta reorientación de la brújula espacio-temporal no implica una vuelta a modelos preindustriales, sino proyectar la naturaleza hacia el futuro.

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